domingo, 20 de noviembre de 2011

El Robin Hood de Mi Niñez

Para el resto de la tierra
alli había un perro muerto,
un perro que en unas horas
estaría descompuesto.
Había que limpiar la acera
de aquella mancha oscura
para el resto de la tierra
un perro muerto es basura.
Pero los niños jugaban
y volvían a su lado,
siempre callados.

(Silvio Rodríguez)

     Desde pequeño siempre me fascinaron las historias fantasiosas. ¿A quién no? , de eso se trata la niñez vivir la vida en un cuento y verla con la misma inocencia, todo como una novedad hasta el día de la muerte, eso es cosa de valientes. 

     Así eran aquellos días, podía ser lo que quisiera. Me gustaba personificar a los dinosaurios del cretáceo, aquellos monstruos extintos hacían de mí la criatura más temible dentro de mi imaginación. Podía montarme dentro de una caja e ir hasta la luna en dos minutos y matar alienígenas con solo apuntarlos con mi dedo índice. Mis soldados de plástico luchaban todos los días una incansable guerra hasta que todos morían (morir en una guerra de soldados de plástico es equivalente a no estar parado sobre su base). Todos los días había un fuego que apagar y una pasión por las hormigas que aún perdura hasta estos días.

      Eran mis amigas, pasaba una detrás de la otra en una odisea que recorría todo rincón del patio. Siempre sonreía a su pasar, porque sabía que no le temen a nada y no dejan una hermana perdida. También le sonreía al sol, en aquel entonces no sabía por qué hasta hace poco, y es que a este todos los días se le interponen montañas feroces en su camino, pero eso no le es motivo para dejar de brillar.

     Y con este mundo escenificado en mi mente aun en etapa infantil pre adolescente se dan los hechos que han de marcarme toda la vida y ser quien soy. Dando pasos saltados por aquella escuela, los arboles eran mis abuelos, las maestras mis madres, el plantel escolar mi mundo, la directora seguramente era la personificación más cercana al mismísimo diablo y los salones el altar acogedor que eterniza el conocimiento. Nunca iba al comedor, su olor me provocaba nauseas y las bandejas plateadas me daban una sensación a cárcel. Esto cambiaria aquel mediodía en que jugaba como cualquier otro día con mi amigo  a los pillos y policías. 

     Metidos en la conmoción de disparos, persecuciones, sirenas  y arrestos, de repente su unidad patrullera sale de control y se estrella contra unos arbustos. Se escucha por la radio un llamado de auxilio.
̶̶  “Unidad K-9 herida, ¡solicitando rescate de emergencia!”

     Sus ojos aun estaban abiertos al sol pero su cuerpo maltrecho nos indicaba una señal de lecho de muerte. Su cola no se movía y el estomago lo tenía pegado a la espalda. Su piel tenía un tono rosado pálido y el pelaje… ¿qué pelaje? Estaba en los últimos días de una sarna que le comía hasta los huesos. Ante aquella imagen sepulcral se me torció el alma. Pensé, ¿Qué sería de este pobre animal en unas pocas horas?,  en eso se podía medir su suerte. En mi mente solo se hizo una palabra. Comedor.

     Nunca estuve tan erguido y sudoroso. Solo tome la bandeja, me senté como cualquier otro estudiante y disimuladamente hice lo que mi conciencia me encomendaba. Llene mis bolsillos lo más que pude para luego salir corriendo hasta aquellos arbustos. Sus ojos brillaron como diciendo gracias. Al día siguiente volví para darme cuenta que ya no estaba allí. Lo busque por cada rincón sin rastro del…

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