miércoles, 14 de noviembre de 2012

Bajo La Sombra


Esos árboles
que no se llenan los bolsillos
de aguaceros,
que no solo viven
de verdes pensamientos
amarillos
sino que les sacan
puntas a las hojas
para adelantarse al rumbo
venidero de sus frutos.
Estos árboles
que aprenden con la lluvia
a no mojarse pies
aun cuando el agua les suba
a la cintura.

Clemente Soto Vélez




            Señoras y señores aquí les voy a contar la pequeña travesía que han dado mis pies para llegar a la sombra de aquel gran árbol solitario en la cima de una hermosa montaña. Siempre miraba hacia aquella montaña para ver a este árbol estrechar sus ramas al cielo. Acariciando con sus hojas la barriga azul que el Gran Artista pinta dejando motas blancas, el cual al alzar la vista se hace más amplio el lienzo. Decía que siempre lo miraba, pues me sentía obligado a ir y saludar a este viejo amigo que no había conocido en persona. Al pasar lo veía desde la distancia antes de llegar a Cayey subiendo desde Salinas y lo saludaba de lejos. También bajando luego del Monumento al Jibaro lo podía ver descansando en la ladera casi en la cima del Cerro de los Cielos. Me preguntaba ¿Qué lograba ver desde allí este árbol? Seguramente debía ser lo más maravilloso, pues decidió plantar sus raíces allí.

            Como mucho unos treinta minutos en los ochocientos metros de distancia, si se comienza desde la rampa de emergencia de la autopista Luis A. Ferre al lado noreste del cerro, quedara a una altura de ciento cincuenta metros (quinientos cincuenta metros del mar), lo que nos da una inclinación promedio de treinta y un grados. Comenzando en la rampa cerca de un flamboyán, se ve la gigante montaña serenamente aguardando, en cierta medida impaciente por recibir un visitante a sus entrañas, ansiosa por mostrarte sus secretos. Rápido al terminar la pedregosa rampa, viene un malezal bien crecido con un sendero borrado por el desuso. Solo hay que seguir en línea recta desde la rampa en dirección sur hasta dar con un cerco en alambres de púa, si son afortunados se encontraran con la primera marca, donde entre los alambres hay una apertura, de la cual se puede pasar agachándose un poco. De aquí en adelante comienza la subida, esa asfixiante tarea de balancearse de árbol en árbol aferrando los pies lo mas que se pueda cuidando de un resbalón, pues este puede costar bastante, así que recomiendo tenis o botas con buena tracción. En la mayoría del trayecto podrán divisar de una marca la otra, en caso de no ser así, sigan subiendo la vertiente ajustando su dirección al bordear la montaña hacia el suroeste hasta llegar donde se divisa un claro, la hierba se va haciendo más espesa y la vegetación tiende a ser más seca, lo que significa que se está cerca de la cima. A este punto podrán ver a sus espaldas la autopista y a sus alrededores el esplendor de las montañas talladas fijamente entre ramas de arbustos que crecen junto a nuestros pies. Si tienen suerte podrán escuchar el eco de un grito de guaraguao rebotando por las laderas, planeando solitariamente los cielos. Ya queda poco, el camino se va aclarando más y más. Al salir de la espesura del monte, llegarán al cielo, si, imagínense allá arriba con el viento abrazando sus cuerpos, la hierba a sus rodillas bailando lentamente, en la amplitud del cielo infinito que viene acercándose. Al escuchar el aleteo incesante de una bandera, será su señal de aviso, están más cerca que nunca. Sólo queda la estrecha zanja en la cima llena de hierba a todos lados cubriendo el inmenso abismo a sólo un paso de nuestros pies. Al tocar el asta sentirán un gran alivio, pues han llegado. Se sentarán en un peñasco, tomarán un trago de agua y toda la maravilla querrá entrar por cada sentido del cuerpo.

            Bien, desde la cima se puede observar, Ponce, Juana Díaz, Santa Isabel, Salinas, Cayey, Guayama y tal vez algo de Arroyo. Déjeme decirles que la hermosura abarca cada rincón, desde la lejanía del horizonte, donde se borra el mar y no se distingue lo que es mar ni cielo. Luego las nubes estiradas de este a oeste van pasando lentamente en caravana sin prisa alguna. Planean por el cielo dejándose llevar por el viento hasta desaparecer y se van borrando también. Ahora las montañas, se ven pequeñas, todas caben en las manos, simples, se levantan desde el suelo tratando de llegar al cielo con sus cimas. Se visten de un verde resplandeciente lleno de vida. Con el vestido hecho de hierba lleno de espigas que parecen miles de manos que saludan con el paso del viento. Ah!, el viento no se me podía quedar, es más enérgico, fresco y sopla constantemente susurrando las voces, los recuerdos del pasado, en el está escrita la verdadera historia, solo hace falta detenerse a escucharlo. Escúchenlo lentamente, tanto le escucharán, que sentirán ese abrazo acogedor que nos da amigablemente. Y seguirán en un trance mezclándose cada vez más y ya no sabrán que es cuerpo, se sentirán parte de todo y todo será parte de ustedes. Hasta que el eco desvalido de bocinas de carros, camiones, motores, frenazos y los carajos del tapón que llegan desde la lejanía de la autopista. Las estructuras maléficas de nuestros fracasos, la Central Aguirre, los aerogeneradores, las urbanizaciones, las carreteras y una amarga sensación a progreso desmedido. Entonces se detiene todo, llega la amarga verdad a estremecernos. Y se nos va subiendo por la garganta ese erizo de maldiciones lleno de culpa y lágrimas para salir en la voz expulsado el grito de la conciencia. ¿Qué carajo hemos hecho?

            Al tomar un pequeño sendero bajando por el oeste de la cima, se llegara al árbol. Está un poco viejo, se nota en su corteza. La vejez no es el único mal que padece, si no que centenares de tajazos se le han hecho perpetrados por algún imbécil que quiso dejar su nombre grabado, como si fuera algún mural de recordación. ¡Pues si que les voy a recordar! Es un árbol de mango, por sus hojas lanceoladas se reconoce fácilmente. Su sombra es la única que hay en toda la cima, es lo más acogedor que podrán encontrar. Al sentarse bajo su sombra, expondrán sus quebrantos del alma y el sudor cicatrizara nuestras heridas, así como la resina cicatriza su corteza. Simplemente  se describe como paz. Entonces, ¿que hizo que este árbol quisiera plantar sus raíces en tan inesperado lugar? Creo que hizo el mismo viaje de subir a la cima y fue valiente al respetar los dictados de su propia conciencia. No quiso regresar a ese mundo de cotidianidades donde los arboles de mango son para dar mango cada año, si no que quiso ser mas. Quiso estrechar sus ramas al cielo y cobijar con su sombra al mundo rebasando sus propios límites de árbol.

          Llega el momento del regreso, ese triste camino donde cada mirada atrás se convierte en nostalgia, querrán tanto enterrar sus pies en esta cima que en cada pisada le temblaran las piernas.